miércoles, 28 de junio de 2017

INVIERNO, esa bendita estación (Entrega II de II)


Primeros signos del hastío invernal

Cuando por el frío que hace, ya no te acordás la última vez que te viste en otra cosa que en ese tapadito negro y las calzas térmicas de polar negras eternas, andás con los labios y cara paspada al mejor estilo superviviente de la tragedia de los Andes, engordaste calculás que más de 5 kilos porque ya el jean acusador no te entra hace rato, las poleras que te pones debajo de todo ya te quedan cortas y te empieza a molestar la tira horizontal del corpiño, el invierno empieza a presentarse como una estación un tanto perjudicial para el ánimo y la salud.

El relajo y la pasividad a la que invitan estas temperaturas polares, han provocado también el abandono del culto a algunas costumbres estéticas irrenunciables en estaciones más cálidas, como la depilación o la belleza de pies. Así, llegamos a agosto y pueden hacen 5 meses desde la última vez que pisamos por lo de la depiladora. Para las gauchitas que se depilaban en casa, ponerse en el disparate de desnudarse para otra cosa que no sea un baño de agua hirviendo, fue una tarea que muy fácil se fue postergando hasta olvidar prácticamente el hábito. Ante esta situación, de repente nos sorprendemos más calefaccionadas que de costumbre, disfrutando del calor extra que nos da el vello en su esplendor, imitando los efectos de un buen par de medias. No tan grato es el sobresalto cuando en algún espejo nos vemos parecidas a lo que podría ser el eslabón perdido, peluditas, gorditas y con unas uñas garras que nos obligamos a cortar ante la amenaza que ya no nos entren las botas.

Todo el desbande físico, viene acompañado por un estado de “coma” social que no hace más que agudizar lo gris de los días, llevándonos hacia un espiral infinito, que nos lleva a seguir guardándonos más, a seguir comiendo más y a  deprimirnos, en una lenta agonía.  El entusiasmo de los primeros fríos convocaba a juntarse y degustar en grupo ricos platos. Una vez que ya pasó la novedad, llega el fin de semana y después de las 8 de la noche nadie quiere sacar la nariz  ni para sacar la basura, por lo que las noches se hacen más largas y más frías, sobre todo si estás sola. Aunque tengas ganas de salir, hay noches en las que por dignidad te prohibís ir al boliche, porque no hay otra razón por la que alguien  ose salir a bailar con ese frío sino es porque esta desesperado por garchar, y la verdad no querés ser la que ostente el cartel, aunque pensándolo mejor capaz no te molesta tanto porque ganás de cucharear no faltan, o si, pero sólo porque te acordaste que no estás depilada y no querés ser confundida con Chewbacca. Por lo que entrás, como el resto del mundo a un proceso de hibernación pero casi obligado, el cual aprendés a disfrutar al último, cuando te ves unas películas espectaculares que de otra manera jamás hubieras visto, te enganchás con 3 o 4 series que te hicieron perder el aliento, y encontrás la felicidad en pijama de plush y pantuflas, tomando sopitas de sobre, leyendo hasta altas horas en la madrugada y durmiendo siestas eternas tapada con cinco colchas.   

Llegada del verano
Cuando empezás a encontrarle el gusto a este invierno que ahora te abraza de mimos, aparecen los primeros soles que iluminan los días, alegrando el humor de todos, menos el tuyo, porque ya te habías empezado a acostumbrar a ese amante complejo pero apasionado que es el invierno. Al principio, da un poco de fiaca salir del encierro invernal, donde tan cómodas nos habíamos apoltronado, vistiendo de “uniforme de casa”, compuesto de jogging y pantuflas, sinónimo de relaje y quietud. De a poco los aires cálidos nos obligan a salir un poco y vas abandonando paulatinamente las series, la lectura y las pelis, para volver a verte con amigos, con la sensación de que estuviste varios meses de viaje, alejada de toda vida social, reducida al ecosistema de tu habitación 2x2.

Cuando las temperaturas suben un poco, nos vamos sacando el abrigo y descubrimos que son más de 5 los kilos extras acumulados, por lo que cuando vas a tu placard, los pantalones no te entran, hecho que sospechabas desde un comienzo. Lo grave es cuando lo que también te ajusta son las remeras, los vestidos y hasta las bombachas, que con su elástico acusador te recuerdan todos los alfajores, tostadas y cucharadas soperas de dulce de leche con las que endulzabas las noches esternas en las te pasaste mirando Netflix en vela, jurándote por sexta vez en la noche que este sí era el último capítulo y que después te ibas a dormir.

Al revés de toda la sociedad, que pareciera que espera el primer rayo de sol para andar de repente en bolas y ojotas, tratás de mantener la conducta del abrigo unos días más.
Primero, hacés tiempo para adelgazar un poco y recuperar algo de ropa de tu placard, mientras continúas con el combinado calza negra – camisa blanca y sweater, hasta que el cagarte de hambre comience a acusar algún efecto para entrar finalmente en esos jeans que hoy parecen de otra.

Te encontrás pateando el tener que ir a depilarte porque tenés vergüenza en blanquear tu genética de oso frente a cualquier pobre trabajadora de la depilación, que tendrá que dedicar la mañana a podar la frondosidad de tus vellos.  Aprovechás las últimas frías mañanas para usar las botas comodísimas con las que anduviste todo el invierno, con tal de no bancarte la incomodidad de la tira de la sandalia ni exhibir el blanco de tus dedos, digno de utilería de cuerpo de zombie de película de terror berreta.
Festejás cada día en que amanece frío con alegría de gol, y feliz te volvés a abrigar como esquimal y tomás sin culpa un desayuno de café con leche humeante y tostadas calientes, aunque a mitad de mañana ya andás cargando todo el abrigo demás en la mano, sin saber donde meter la campera, el pañuelo, el sweater y el gorro para nieve, que te pusiste porque combinaba. Tus amigas ya se están juntando los sábados a la tarde a tomar sol, y vos mientras seguís aprovechando esas siestas para hacer tortas mientras mirás series de TV, y prendés el aire acondicionado para no extrañar la sensación de taparse acurrucada. Seguro más tarde que temprano, de a poco irás aceptando la presencia del calorcito, aunque como quien despide a un amante que viaja lejos, añorarás la vuelta del invierno amado con la tenacidad de Penélope esperando a su Ulises.

lunes, 12 de junio de 2017

INVIERNO, esa bendita estación (Entrega I de II)

Aunque después nos parezca absurdo,  la idea de la llegada del invierno es para casi todos siempre una buena noticia. Hartos de lidiar con el calor, la humedad, la musculosa chivada, el pelo erizado y la gota de sudor q nos chorrea entre las piernas esos días de sofoco , nos sorprendemos fantaseando con una escena bajo cero digna de publicidad de Milka, ingiriendo calorías a toneladas, tomándonos un cafecito al lado de un hogar cuya leña crispe, a la vez que miramos como nieva en las montañas a lo lejos.  Cuando el calor parece anticipar el Apocalipsis, todos queremos volver a taparnos por las noches, en vez de quedar adosados a las sábanas, que mientras más pateamos por la noche, más se nos quedan pegoteadas. Volver a usar un abriguito resulta atractivo, y añoramos con lujuria un día nublado, lluvioso y helado, para encerrarse en casa y hacer una maratón de series amotinados en un sillón, con un paseo al baño como único destino permitido para esos días de cucha y fiaca.

Apenas los primeros fríos lo justifican, nos entusiasmamos en preparar nuestro placard para el invierno. Pero cada vez que hacemos ese ejercicio, sobre todo en esta estación, pareciera que nos faltan mil básicos para contar con un vestidor decente. Es que la ropa de invierno tiene dos muy reconocidas malas costumbres: se pierde con más frecuencia que la ropa de verano y se pone vieja de a décadas, pero de un año a otro, y lo que compramos recientemente, se muestra antiguo y percudido.

Los sweaters llevan la delantera en esto de mostrar la hilacha, porque de una temporada a otra pierden el brillo, el pelo de la lana forma miles de pelotas como si anidara y se reprodujera como bacterias, y se apelmazan, formando tejidos mutantes, con una manga más corta y ancha que la otra, o con un lado bastante más estirado al opuesto. Las botas negras divinas que te compraste en lo último de la liquidación, con punta redonda, las vez pasadas de moda si las comparás con las de punta cuadrada que se usan ahora y que vez en todas las vidrieras. El tapadito tipo militar por el que hiciste ir a tu suegro un domingo tres de la tarde después del asado al Shopping, para que lo pagara con su tarjeta porque el banco le hacía un 35% de descuento, lo ves opaco y con muchas pelusas, sobretodo al lado de las camperas de nylon brillante que ya todas tienen en la calle de repente, y ni que decir del jean oscuro monísimo que te compraste el invierno pasado, para este invierno, en el cual olvidaste calcular los 3 kilos de más que tenés y que no dejan que el pantalón te suba. Entre estos y otros inconvenientes, arrancás el invierno con la sensación de estar desnuda y fuera de onda, pensando o que morirás de frío, o de vergüenza, si te ves obligada a salir con algunas de las prendas de museo que cuelgan de tu closet. Las que tienen algún resto en su sueldo, salen corriendo al shopping a ponerse al día, a gastar cifras que después no blanquean a nadie, convencidas con un sentimiento casi patriótico, de que lo que gastan, lo invierten, en ropa que les durará unos años, y hasta el invierno siguiente, creen fervientemente esa mentira.

Aunque la moda invernal es mucho más cara, por sus materiales más pesados y abrigados, hay que reconocer que la ropa de invierno es también más estética, otra de las razones porque a muchos les parece una estación más atractiva. El invierno no sólo permite más combinaciones en el vestir , al usar uno más prendas, sino que también los géneros aptos para la estación se multiplican, abriendo el juego a las lanas, corderoy, cuero, pieles y otras telas y materiales más vistosos . Asimismo, la moda polar es mucho más democrática: mientras que en el verano son pocos los que muestran la piel orgullosos,  en el invierno todo puede esconderse y/o disimularse, eligiendo lo que se quiere destacar. El color negro se presenta como el gran aliado de cualquiera que le sobre por algún lado o le falte por otro. No hay nada que un lindo tapado no pueda camuflar, ni kilo de más que un buen poncho no disfrace, ni pechuga de menos que no distraiga una colorida pashmina. .

El calefactor y la comida como centro del mundo

El calor que da el calefactor y los alimentos ricos en gusto y calorías pasan en esta estación a ser el eje de nuestra existencia. Durante el invierno, sobre todo las mujeres, y las más friolentas en especial, establecen una relación amorosa obsesivo-compulsiva con el calefactor. El calefactor pasa a ser el centro de sus vidas, como el sol lo es a la tierra. No se mueven de su lado, lo tocan, le ponen las manos encima, le apoyan el culo, como para que el artefacto no mire ni caliente a otra, como si de su calor sacaran la energía para poder seguir viviendo. Donde sea que el calefactor se encuentre, ese se convierte en el lugar favorito de la casa, y allí estudiarán, hablarán por teléfono, charlarán, cogerán o lo que sea, siempre en su presencia. Al dejar el hogar, lo extrañan más que al novio o al perro, y mientras van llegando a su casa, fantasean el momento divino en que finalmente el día los encuentre, para franelearse nuevamente.

La relación es simbiótica e ideal hasta que suele ocurrir algún previsible accidente, como quemarse el bolsillo del mejor tapado que tenés con la parrilla,  o cuando te recalentás la cola a fuego lento y te ardés la raya. La crisis llega al súmmum cuando llega la boleta de gas con cinco cifras y te arrepentís de esa relación en la que se te fue no sólo tu tapado favorito, sino también el sueldo, y mirás al artefacto ya no con la mirada estrellada de los enamorados, sino con la desaprobación con la que se mira a un traidor. Esto dura hasta que vuelve alguno de esos fríos polares, y como quien perdona sin ni siquiera hablarlo una fidelidad, vuelve la enamorada a sus brazos calentitos.


Cuando no estamos apelmazadas al calefactor,  lo mejor del invierno es el culto a la comida. Desde el locro del primero de Mayo, a los asaditos invernales, la repostería, una paella, una baña cauda, una fondue, una casera pasta… nada sabe tan rico como en invierno. Mientras más frío hace, más crecen nuestras ganas de comer, y mientras más comemos más felices nos ponemos.  Los desayunos se ponen más calentitos y calóricos, las colaciones a media mañana retoman el protagonismo con ricos criollos y más largos mates,  los almuerzos se amplifican en sabores y nutrición, el té restringe la frescura de las frutas y potencia el lugar de los carbohidratos, las cenas dejan de lado el espíritu más frugal de los veranos,  e incorporan condimentadas carnes y sopas y salsas con más cuerpo, y por las noches, somos muchos los que caemos con la tentación de irnos a dormir con la tibieza de un buen chocolate en nuestras bocas.  En invierno es cuando mejor pueden exhibirse los grandes cocineros, con más ingredientes a su disposición y comensales más dispuestos que nunca. Cuando faltan comedidos, los deliverys son la solución más bienvenida, para comer lo que te plazca sin la necesidad de ni siquiera tener que moverte de tu casa.

(Continúa en la próxima entrega "Invierno, esa bendita estación" Entrega II)