La vida de la
mujer es un camino lleno de desafíos, pero también, un sendero lleno de dolores
específicos de su sexo ( forzados o voluntarios ) que hacen todavía más
complicado su transcurrir. Aquí enumeramos algunos de los tantos sacrificios a
los cuales exponemos nuestros cuerpos las mujeres.
El alto precio de la belleza
Hasta
mitad del siglo pasado, y por más de mil años, la belleza de una mujer china se
medía por el tamaño de sus pies. El objetivo era lograr unos pies diminutos, de
7 cm, como en el siglo X lo había conseguido la amante preferida del emperador
Li Yu vendando sus pies con cintas de seda. Esta extraña moda la siguieron las
bailarinas del palacio para remarcar la gracia de sus movimientos y de allí se
ramificó a las clases más altas. Para el siglo XVI, los “pies de loto”, como le
llaman, estaban extendidos en todos los estratos sociales chinos, pero ya no
para realzar los movimientos, sino para restringirlos, como lo dictaba
Confucio, que propugnaba para la mujer una vida doméstica, dedicada
exclusivamente para la maternidad, el cultivo de la virtud y el trabajo manual.
Casi inválida, sólo habilitada para dar unos pequeños pasos, la mujer quedaba
limitada exclusivamente a la vida en el hogar.
“Un
cara bonita, es un regalo del cielo, un par de pies bonitos es trabajo mío”,
expresa un dicho chino sobre este sacrificio que se iniciaba un día especial,
previo a una consulta astrológica, cuando la madre de la niña, a sus cinco
años, le cortaba las uñas de los pies y se los ponía en fuentones con mezclas
de hierbas y sangre animal para prevenir infecciones. Posteriormente, le
quebraba los dedos (con excepción del dedo gordo) y los aprisionaba contra el
talón para luego cincharlos con seda o algodón. La hija sufrirá un dolor insoportable
hasta dos años después de realizada la intervención, cuando se producía la
muerte del nervio. Este ritual se repetía cada dos días con vendas limpias y
durante diez años, imposibilitándola de caminar en este tiempo. Esta práctica
fue abolida por los comunistas allá por 1911, ávidos de mayor mano de obra
socialista y dentro de un plan de revalorización del rol de la mujer en la
sociedad.
Otro
ejemplo parecido, son las mujeres de cuello de jirafa (o padaung) de la etnia tibeto-birmana Karen, ubicadas en algunas zonas de Tailandia. La iniciación
en esta práctica también comienza a los cinco años, en una noche de luna llena,
donde la “afortunada” recibe un prolongado masaje con una poción secreta para
relajar el cuello. Luego lo ejercitan por más de una hora, para luego agregarle
un collar con la forma de rígidos anillos y de diez centímetros de ancho para
ir presionando la clavícula hacia abajo. El ritual se repite cada dos años,
agregando un anillar cada vez más ancho. Cuando el cuello de la mujer alcanza
su altura máxima, no podrá volver a moverlo jamás.
Aunque estas prácticas puedan resultarnos impresionantes y
barbáricas, pero lejanas, quiero recordarles que como mujeres de esta sociedad
occidental, a todas nos gusta vernos bien: odiamos estar
gordas, queremos estar a la moda, siempre jóvenes, prolijas, limpias y
perfumadas. Esa carrera inevitable contra el tiempo, los kilos, la gravedad y
la industria de la moda, es una guerra de mucho sacrificio, donde asumimos una considerable carga de dolor voluntariamente,
siguiendo parámetros de belleza de alta exigencia, que muchas veces atentan
hasta con nuestra salud física y, tal vez, también mental.
A ver… ¿ quién no se ha cagado de hambre una semana antes de
un casamiento para estar y mostrarse flaca frente a esa muchedumbre que en
realidad ni te importa, y mientras andabas famélica te sentías encarnando en la
vida de algunas de estas modelos espantapájaros, que encima tienen el tupé de
decirle al mundo que comen de todo y son flacas porque sí, cuando vos y todas
sabemos que para parecer un esqueleto como ellas, hay que cerrar la boca, sino
te llenas de relleno, como te pasa a vos?. Sé que cada una tendrá muchos más estos
tristes ejemplos de compartir.
Ni que decir del
dolor insoportable de una cirugía de lolas, de cola, de pera, de nariz,
párpado, panza, etc. Con los liftings, lipos, relleno, botox, electrodos y
otras técnicas prometedoras, la industria de la estética ofrece soluciones para
la belleza que poco distan de las crueles modas que antes citábamos, sin
embargo, quien está decidido por una cirugía o tratamiento para verse mejor,
poco más importa.
La peluquería, ese lugar
tan especial
Un lugar específico de tortura es la peluquería. Es verdad
que en la mayoría de los casos a uno no le preocupa todo lo que sucede durante
y adentro de ella, porque por lo general una sale divina y eso es lo único que
vale, pero sí debemos reconocer a lo que de vez en cuando nos exponemos, sobre
todo mujeres mayores, con una frecuencia casi semanal.
La primera gran prueba es la llegada a la peluquería: nunca
sabés cuanto tendrás que esperar, por lo que cada vez que una se dirige a
mejorar su cabellera, hay que estar anímicamente preparada para lo peor.
Esperar no es tanto el problema en sí, sino estar esperando a merced de las
revistas de segunda que habitan las peluquerías, y lo que es todavía peor, al
altísimo costo de compartir esas horas con algunas de las otras clientas. Entrás
y nunca sabés con quien te vas a encontrar, lo que puede resultar en una muy
poco grata sorpresa. De repente, por querer cortarte el pelo justo ese día, te
encontrás con esa compañera del colegio que hacía muecas con la cara todo el
tiempo y que no ves hace 15 años, y tenés que fumarte que te cuente el color de
la caca de la hija, toda la historia de su ascenso laboral (de la cual encima
intuís que gana el doble que vos) y las mañas de su marido en la cama. También
puede ocurrir que coincidas en tiempo y espacio con tu ex suegra, cuyo hijo te
odia justificadamente, y tengas que ensayar la cara de nada frente a sus
reproches primero y llantos de emoción después. Ningún peinado por más
fantástico vale semejante sacrificio.
No obstante, creo que no debemos subestimar el valor
protector de las revistas de entretenimientos contra personas con las cuales no
querés entablar relación, como la mencionada ex compañera de escuela o la
vecina que te va a volver a mencionar lo de que tu enredadera le tira hojas a
su patio. Directamente desplegás la publicación, tapás con la revista todo
rastro facial para que no sospechen de tu presencia y las espías desde arriba
de las hojas cuando estén distraídas si queremos chusmear. Además, su poder de distracción llega a
ser tan poderoso, que atender por unos minutos la información tan poco
relevante que nos ofrecen, hasta hacen olvidarnos por un rato los dolores en la
cabeza que nos provoca sin intención nuestro amable peluquero.
Por otro lado, vale precisar que ni los titulares ni las
fotos más entretenidas pueden abstraernos
a veces de algunas molestias tan severas como la de “la gorra para los
reflejos”, proceso en el cual luego de vestir la cabeza con una gorra de
plástico, el peluquero procede a separar con una aguja de tejer al crochet,
pelo por pelo los mechones que serán decolorados. Juró que hay días que esta artesanía
que se realiza en mi cabeza se siente de una crueldad primitiva. Ni te digo si
lo que sigue después es el brushing, cuando ya tenés el cuero cabelludo
sensible e irritado.
Otra tortura es el alisado permanente, en el cual durante 4
horas, mientras se te acalambran las fosas nasales por inahalar formol o algún
otro químico similar, te tironean infinitas veces cada mechón con una planchita.
El pelo te queda lacio como pelo de chino por unos meses, es verdad, pero no te
avisaron que en realidad se te desintegro la mitad de la cabellera y que ahora
andás respirando material radioactivo alojado en tus pulmones.
Soy una convencida que tanta revista superficial y chimentera
que pulula en las peluquerías puede desacomodarnos las ideas y, en vez de
hacernos el peinado que queríamos, marearnos de tal forma para que dejemos el
recinto con un cambio de look total, más el infaltable baño de crema que
siempre ofrecen por las dudas. Y de aquí nace otra clase de sufrimiento que nace
en estos salones de belleza, que no tiene que ver con la violencia física pero
si con la violencia emocional: esa necesidad repentina que se nos da por
cambiar y que muchas veces trae acarreadas catástrofes estéticas, que tienen
por supuesto su vertiente emocional.
Debo admitir que soy una fashion
victim y que mi pelo, menos un rapado, ha sufrido todos los cambios y
tendencias dictados por la moda capilar. Así mi rostro se ha rodeado de negros
azabaches, rojos furiosos, violáceos invernales y rubios Mirella. He tenido el eterno pelo largo de novia a lo Juanita Viale,
el pelo corto de varón como Celeste Cid en Verano del 98, el flequillo rollinga
a lo Amelie, los mechones de extensiones interminables a lo Keira Nightley en
Piratas del Caribe , el alisado perfecto de Natalia Oreiro, los rebajados caóticos
a lo Lu Lopilato, el barrido como Pampita, la melena corta y decolorada a lo
Calú Rivero, entre otros estilos, pero como es de suponer, no todas estas experimentaciones me
favorecieron precisamente. En ese sentido, muchas veces salí de la peluquería sin
ánimo alguno de enfrentar el público, porque al verme al espejo ya sabía que
parecía un pequinés, como la vez que decidí llevar el color de pelo al cobrizo
y cortarme el flequillo ultra corto, o una señora frígida y coqueta a lo Anna Wintour, cuando me corté el
pelo carré y lo teñí de prolijo rubio con reflejos, sumándome mínimo diez años
de edad.
Innovar tiene un poder renovador y refrescante sobre nuestra
estética, pero hay que tener en cuenta un porcentaje de riesgo de que lo que
nos hagamos nos quede horrible, por lo que siempre es recomendable pensar y
consultar con alguna amiga honesta o un amigo gay sobre el cambio que una tenga
ganas de hacerse. Porque cuando salís de la peluquería sin tu característico metro
y medio de pelo largo, luciendo el pelo corto y platinado, y encima no estamos
conformes, no sólo te arrepentís del tiempo perdido y del medio aguinaldo
gastado en ese rato, sino, y sobre todo, de haberte arruinado ese pelo largo y
morocho que justo empezás a valorar cuando acaban de cortartelo a lo masculino.
La tortura se prolonga por meses, hasta años, hasta que volvemos a adquirir el
look original, que aunque nos aburría, al menos nos hacía parecer peinadas y
decentes. Las más arriesgadas dirán también que todo gran cambio es una
lotería: mientras más nos la juguemos, más chances de triunfar tenemos, mayor
posibilidad de un mejor el resultado, pero como en todos los casinos, la gran
mayoría de las veces se pierde, y no sólo plata o tiempo, sino también, y lo
que es mucho peor, por hacernos las modernos muchas veces perdemos la dignidad.