lunes, 12 de junio de 2017

INVIERNO, esa bendita estación (Entrega I de II)

Aunque después nos parezca absurdo,  la idea de la llegada del invierno es para casi todos siempre una buena noticia. Hartos de lidiar con el calor, la humedad, la musculosa chivada, el pelo erizado y la gota de sudor q nos chorrea entre las piernas esos días de sofoco , nos sorprendemos fantaseando con una escena bajo cero digna de publicidad de Milka, ingiriendo calorías a toneladas, tomándonos un cafecito al lado de un hogar cuya leña crispe, a la vez que miramos como nieva en las montañas a lo lejos.  Cuando el calor parece anticipar el Apocalipsis, todos queremos volver a taparnos por las noches, en vez de quedar adosados a las sábanas, que mientras más pateamos por la noche, más se nos quedan pegoteadas. Volver a usar un abriguito resulta atractivo, y añoramos con lujuria un día nublado, lluvioso y helado, para encerrarse en casa y hacer una maratón de series amotinados en un sillón, con un paseo al baño como único destino permitido para esos días de cucha y fiaca.

Apenas los primeros fríos lo justifican, nos entusiasmamos en preparar nuestro placard para el invierno. Pero cada vez que hacemos ese ejercicio, sobre todo en esta estación, pareciera que nos faltan mil básicos para contar con un vestidor decente. Es que la ropa de invierno tiene dos muy reconocidas malas costumbres: se pierde con más frecuencia que la ropa de verano y se pone vieja de a décadas, pero de un año a otro, y lo que compramos recientemente, se muestra antiguo y percudido.

Los sweaters llevan la delantera en esto de mostrar la hilacha, porque de una temporada a otra pierden el brillo, el pelo de la lana forma miles de pelotas como si anidara y se reprodujera como bacterias, y se apelmazan, formando tejidos mutantes, con una manga más corta y ancha que la otra, o con un lado bastante más estirado al opuesto. Las botas negras divinas que te compraste en lo último de la liquidación, con punta redonda, las vez pasadas de moda si las comparás con las de punta cuadrada que se usan ahora y que vez en todas las vidrieras. El tapadito tipo militar por el que hiciste ir a tu suegro un domingo tres de la tarde después del asado al Shopping, para que lo pagara con su tarjeta porque el banco le hacía un 35% de descuento, lo ves opaco y con muchas pelusas, sobretodo al lado de las camperas de nylon brillante que ya todas tienen en la calle de repente, y ni que decir del jean oscuro monísimo que te compraste el invierno pasado, para este invierno, en el cual olvidaste calcular los 3 kilos de más que tenés y que no dejan que el pantalón te suba. Entre estos y otros inconvenientes, arrancás el invierno con la sensación de estar desnuda y fuera de onda, pensando o que morirás de frío, o de vergüenza, si te ves obligada a salir con algunas de las prendas de museo que cuelgan de tu closet. Las que tienen algún resto en su sueldo, salen corriendo al shopping a ponerse al día, a gastar cifras que después no blanquean a nadie, convencidas con un sentimiento casi patriótico, de que lo que gastan, lo invierten, en ropa que les durará unos años, y hasta el invierno siguiente, creen fervientemente esa mentira.

Aunque la moda invernal es mucho más cara, por sus materiales más pesados y abrigados, hay que reconocer que la ropa de invierno es también más estética, otra de las razones porque a muchos les parece una estación más atractiva. El invierno no sólo permite más combinaciones en el vestir , al usar uno más prendas, sino que también los géneros aptos para la estación se multiplican, abriendo el juego a las lanas, corderoy, cuero, pieles y otras telas y materiales más vistosos . Asimismo, la moda polar es mucho más democrática: mientras que en el verano son pocos los que muestran la piel orgullosos,  en el invierno todo puede esconderse y/o disimularse, eligiendo lo que se quiere destacar. El color negro se presenta como el gran aliado de cualquiera que le sobre por algún lado o le falte por otro. No hay nada que un lindo tapado no pueda camuflar, ni kilo de más que un buen poncho no disfrace, ni pechuga de menos que no distraiga una colorida pashmina. .

El calefactor y la comida como centro del mundo

El calor que da el calefactor y los alimentos ricos en gusto y calorías pasan en esta estación a ser el eje de nuestra existencia. Durante el invierno, sobre todo las mujeres, y las más friolentas en especial, establecen una relación amorosa obsesivo-compulsiva con el calefactor. El calefactor pasa a ser el centro de sus vidas, como el sol lo es a la tierra. No se mueven de su lado, lo tocan, le ponen las manos encima, le apoyan el culo, como para que el artefacto no mire ni caliente a otra, como si de su calor sacaran la energía para poder seguir viviendo. Donde sea que el calefactor se encuentre, ese se convierte en el lugar favorito de la casa, y allí estudiarán, hablarán por teléfono, charlarán, cogerán o lo que sea, siempre en su presencia. Al dejar el hogar, lo extrañan más que al novio o al perro, y mientras van llegando a su casa, fantasean el momento divino en que finalmente el día los encuentre, para franelearse nuevamente.

La relación es simbiótica e ideal hasta que suele ocurrir algún previsible accidente, como quemarse el bolsillo del mejor tapado que tenés con la parrilla,  o cuando te recalentás la cola a fuego lento y te ardés la raya. La crisis llega al súmmum cuando llega la boleta de gas con cinco cifras y te arrepentís de esa relación en la que se te fue no sólo tu tapado favorito, sino también el sueldo, y mirás al artefacto ya no con la mirada estrellada de los enamorados, sino con la desaprobación con la que se mira a un traidor. Esto dura hasta que vuelve alguno de esos fríos polares, y como quien perdona sin ni siquiera hablarlo una fidelidad, vuelve la enamorada a sus brazos calentitos.


Cuando no estamos apelmazadas al calefactor,  lo mejor del invierno es el culto a la comida. Desde el locro del primero de Mayo, a los asaditos invernales, la repostería, una paella, una baña cauda, una fondue, una casera pasta… nada sabe tan rico como en invierno. Mientras más frío hace, más crecen nuestras ganas de comer, y mientras más comemos más felices nos ponemos.  Los desayunos se ponen más calentitos y calóricos, las colaciones a media mañana retoman el protagonismo con ricos criollos y más largos mates,  los almuerzos se amplifican en sabores y nutrición, el té restringe la frescura de las frutas y potencia el lugar de los carbohidratos, las cenas dejan de lado el espíritu más frugal de los veranos,  e incorporan condimentadas carnes y sopas y salsas con más cuerpo, y por las noches, somos muchos los que caemos con la tentación de irnos a dormir con la tibieza de un buen chocolate en nuestras bocas.  En invierno es cuando mejor pueden exhibirse los grandes cocineros, con más ingredientes a su disposición y comensales más dispuestos que nunca. Cuando faltan comedidos, los deliverys son la solución más bienvenida, para comer lo que te plazca sin la necesidad de ni siquiera tener que moverte de tu casa.

(Continúa en la próxima entrega "Invierno, esa bendita estación" Entrega II)

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