lunes, 15 de febrero de 2016

Verano, ¡no!, ¡no!, ¡no! (Entrega II de II)

El verano tirano y el invierno infierno

Podemos dividir a las mujeres en tres grupos: las que se florecen con el invierno, las que brillan mejor en verano, y en el medio, aquellas en las que ninguna estación especial les hace el favor de sentarles mejor,  donde se encuentran la mayoría de las mortales, que sobreviven como pueden a los embates de ambos flancos.

Las primeras, generalmente de orgullosas pieles, o muy inmaculadamente blancas o muy morochas naturalmente, muestran en el frío clima sus impolutos rostros a cara lavada con el orgullo de quien sabe posee una valiosa obra de arte. Potencian su belleza con llamativos gorros y elegantes abrigos, bufandas y pañuelos. No siempre dotadas de cuerpos esculturales, utilizan las bajas temperaturas como aliadas a su belleza, luciendo soberbias y sofisticadas debajo de trapos fantásticos, que bien saben perdonar cualquier desperfecto en la percha.  El frío, en vez de acovacharlas, las motiva y les otorga una vitalidad envidiable, que las anima a hacer mil cosas, asistir a todos los eventos, prenderse a todos los programas y participar en mil proyectos, sin importar si son o no nocturnos o al aire libre.  Aman tanto el fresquete que si el invierno de su lugar les queda chico, se trasladan a donde haya nieve, donde se sienten la perfección de la creación, por su habilidad natural para el esquí, por lo lindas que se ponen a temperatura polar, y por lo cómodas que se sienten esos meses . Por el contrario, con los calores se guardan un poco, hasta que el ecosistema les vuelva a ser amable.


Por otra parte, están las amigas del verano. Son generalmente flacas, dueñas de cuerpos proporcionados, que esperan que llegue el primer soplo de calor, para sacarse todo y quedarse en tanga y nutrirse de sol, al que parecieran adorar como incas. El taciturno humor con el que sobrevivieron durante el invierno, preferentemente al lado de un calefactor, les cambias de repente: se les sonrojan las mejillas, vuelven a escuchar música, no se enferman de nada por unos meses y hasta el pelo se les aclara con el dorado del sol, pareciendo todas candidatas al casting para ser protagonistas de la remake de “La laguna azul”. Su color durante los tres meses de verano, y los dos antes y dos después, será negro catunga, sin presentar su piel sarpullidos, arrugas o manchas. Están siempre dispuestas para cualquier programa acuático, sea mar, río, pileta o manguera.  Mientras que para cualquier chica normal sumarse a alguna de estas actividades requiera un mínimo de preparación, como organizar un bolso, elegir la malla que te favorece, depilarse o calcular el factor de protección adecuado, las veraniegas tienen la habilidad de estar siempre listas. Están siempre lampiñas como anfibio, sin mas accesorio que con un par de anteojos chetísimo que llevan todo el tiempo y les queda de revista, y su traje de baño, que pareciera llevan en el bolsillo, cosa de no perder tiempo ni oportunidad. Hasta una llega a sospechar que no menstrúan, porque nada es impedimento para una zambullidita, ni muestran nunca signo alguno de incomodidad, aunque vistan de bikini con bombacha hilo dental 16 hs al día toda la temporada. Aman el deporte al aire libre, y cuando todos andan sofocados, a ella le parece ideal el clima para salir a correr; además, su adaptación a las altas temperaturas está tan desarrollada, que jamás la verás transpirar.

En el medio, están las huérfanas de temporada: ese grupo de mujeres ajenas al beneficio de uno u otro clima, que viven en un limbo bisagra, siendo fagocitadas por los opuestos: mientras que el frío las petrifica, el calor las achicharra.
En invierno, andan guardadas, congeladas, como si el frío les chupara la vida y anduvieran siempre con el último suspiro. De abril a septiembre las encontrarás al lado de un calefactor, artefacto del que se despegan para darse un baño de vapor o para poner agua hervir. Prefieren guardarse, abrigarse, encerrarse, para proteger el último soplo de vida que les queda, mientras ingieren calorías de a miles para no apagar lo poco de chispa que sienten en su interior. En verano, andan acaloradas como volcán, en constante ebullición, agitadas, malhumoradas, húmedas por fuera y secas por dentro, con la sensación constante de andar caminando por algún desierto africano. Las piernas se les hinchan como tampón mojado y su sudor le da guerra a los efectos de cualquier desodorante. Pasan del blanco cadavérico al rojo camarón apenas las pesca el sol, para putear toda la noche con ampollas, que luego se reventarán, su piel se despelechará, y por las consecuentes manchas, su piel parecerá un logrado cuadro abstracto. Irremediablemente, el bigote se les  marca como un tatuaje, usen o no protector, lo que se convierte en una marca reconocible de este síndrome.

El irse (lejos) de vacaciones

Alcanzar rumbos lejanos para poder relajarse de diferentes manera se ha convertido en el sinónimo universal de descanso.  Ya sea echándose panza arriba en la costa de algún río, lago, mar, sierra o campo, esquiando hasta el congelamiento en algún centro de deportes de invierno o recorriendo y conociendo las variadas propuestas de alguna gran ciudad o el peculiar encanto de algún pequeño pueblo, pareciera que para descansar hay que trasladarse. La creencia popular sostiene que mientras más lejos te vas, más te desenchufás. Así, los lugareños de la playa se van a las sierras, los de las sierras al mar, los del frío al calor, y viceversa.

¿Por qué necesitaremos irnos a la mierda, a donde sea, remotos de los lugares, tareas, caras y cosas cotidianas para poder sentir que finalmente vamos a poder descansar?  ¿Por qué creeremos que mientras más lejanamente uno puede mover su humanidad, más afortunado se es?

Con este objetivo, el alejarse a la loma del culo, invertimos aguinaldo y algo más, para trasladar nuestro cuerpo y el de nuestra compañía todos los kilómetros que nos de el cuero, y asentarnos en algún destino vacacional. Algunos optan por ir a donde no va nadie, y hacer un corte real con todo el entorno, como escapando del mundo. Otros, hacen el mismo esfuerzo en el traslado, pero terminan ubicándose en un destino lleno de comprovincianos, especialmente si vacacionamos en nuestro país, Uruguay o Brasil.  A los argentinos nos fascina eso de agruparnos por provincias a donde quiera que vayamos, reconocernos y que nos vean que allí estamos, tan lejos como ellos, tan haciéndonos los que queremos desenchufarnos de lo nuestro, aunque charlar con el vecino de tu cuadra al que no le dirigís la palabra en todo el año sea de repente irresistible cuando te lo encontrás a mil kilometros. Así nos ingeniamos para armar delimitaciones culturales varias, ocupando y denominando una playa en particular como  “la playa de los cordobeses”, el “hotel de los salteños”, o “el boliche de los porteños”. Aunque muchos lo nieguen, nos encanta andar en barra, como si no nos cansara ver la misma gente y escuchar la misma tonada todo el año. Vas a un restaurant y te encontrás con cinco amiguitos de tus hijos y sus familias dando vueltas, vas al boliche y es como estar un viernes en el antrito cerca de tu casa. Si hay problemas, los cordobeses dicen que es por culpa de los porteños que se la creen siempre sin importar a donde están, los mendocinos se la tiran contra los rosarinos por chamuyeros, y así, en una guerra sin fin, cada provinciano se aliará a su hermano, porque para un cordobés nada mejor que otro cordobés, y así igual lo piensan los oriundos de las otras 22 provincias.

Estas rivalidades sonsas entre los argentinos son de repente maduradas, como por arte de magia, cuando viajamos al exterior y nos unimos en un patriotismo absoluto, mostrándonos al mundo más unidos que las tortugas ninjas. Así, estemos en una ciudad cosmopolita o en la jungla africana, nos emociona encontrarnos con un argentino, y aunque no seamos de los extremistas que usan la camisa de fútbol de Argentina todo lo que dure el viaje, trataremos de que algún modo otro argentino nos reconozca como par. El argentino tipo ve una “Parrilla Argentina” en cualquier lugar del mundo y va a comerse un asadito orgulloso, aunque después saldrá diciendo que estuvo rico, pero que no hay carne como la nuestra en ningún lado. Como regla, nos comportamos mejor afuera del país que adentro, salvo cuando algún borrachín se siente herido en su orgullo, futbolero sobre todo, y si tiene apoyo de otros borrachines tan sonsos, tan argentinos y tan borrachos con él, se enfrentarán a toda horda que se les anime, como si estuvieran jugando por la copa de un mundial y ellos fueran los protagonistas.

El cansancio vacacional

Se sostiene que la vacación es el escenario del descanso, pero cada uno de nosotros tenemos ejemplos para demostrar lo contrario. Según la etapa de la vida, o por la joda, o por el trabajo que dan los chicos o por el hecho de tener que ocuparse de los quehaceres domésticos,  hay veces que en pleno receso anhelamos la vuelta de la rutina, porque ya no damos más de tanto desgaste.

Cuando las vacaciones son con amigos y hay juventud, garantizado que volvés, después de un viaje estilo Bariloche, al borde del agotamiento físico y con 5 kilos de menos, porque cuando se es adolescente, nada importa más que salir de caravana, así uno no duerma, no coma ni se bañe.

A medida que uno crece, y las obligaciones en el año se hacen más pesadas, elegís irte a la playa con una amiga , en plan vida sana, con mucho dormir, comer equilibrado y mantenerse ajena a los vicios. Muy probablemente si vas con la idea de quemar en el boliche los cartuchos que te quedan, seguro el lugar y la gente son un moco. Pero basta que optes por la opción tranca, que  cuando llegás te encontrás con un Walt Disney World para el público de tu edad. Terminás acostándote todos los días a la hora en que las familias empiezan a colonizar la playa, te levantás a la hora de tomar el té, te hacés un suculento desayuno/almuerzo/cena cuando cae el sol, como antesala a una previa de alcohol de todos los colores, para volver a salir. Volvés habiendo dormido menos que todo el año, más cansada que nunca, blanca hoja, con tres kilos de más, pero feliz y contenta por todo lo bailado.


Cuando se tienen hijos, las vacaciones suelen convertirse algunos años en un martirio. Mientras el mundo entero goza a tu lado, una anda todo el día metida en la carpa teta afuera dando de mamar al bebé lactante, poniendo protector y loción antimosquitos a la de dos años y cuidando que el de cuatro no se escape siempre a riesgo de perderse en el tumulto de gente. Todo el orden por el que te esforzaste en el año se esfuma, y tus hijos comen cualquier cosa, duermen a cualquier hora y hacen lo que se les canta, porque perdés el control riguroso que las exigencias y los horarios diarios te facilitaban, por lo que sabés que a esos días de descontrol te siguen el doble de días para reordenamiento e instrucción casi militar para volver a resetear cuestiones mínimas de la convivencia. Al caos tu marido le suma el estar feliz y entusiasmado con la parillita del complejo, y te sorprende todos los días con invitados nuevos, algunos que no ves desde tu casamiento, pero que a él le parece menester invitar de manera urgente, aunque se los haya cruzado de casualidad en la playa y vos por supuesto no los hayas ni reconocido.  Mientras tanto, los platos se ensucian, la heladera se vacía, la ropa se mancha, y el departamento se desordena, y vos teniendo que resolver todas esas cuestiones sin la ayuda de nadie, porque están todos ocupados descansando, encima con las pocas comodidades que ofrece una casa alquilada, siempre inferior a lo que uno encuentra en la propia. A nadie nunca extrañaste más que a tu empleada durante esos días.

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