El
verano tirano y el invierno infierno
Podemos
dividir a las mujeres en tres grupos: las que se florecen con el invierno, las
que brillan mejor en verano, y en el medio, aquellas en las que ninguna
estación especial les hace el favor de sentarles mejor, donde se encuentran la mayoría de las
mortales, que sobreviven como pueden a los embates de ambos flancos.
Las
primeras, generalmente de orgullosas pieles, o muy inmaculadamente blancas o
muy morochas naturalmente, muestran en el frío clima sus impolutos rostros a
cara lavada con el orgullo de quien sabe posee una valiosa obra de arte.
Potencian su belleza con llamativos gorros y elegantes abrigos, bufandas y
pañuelos. No siempre dotadas de cuerpos esculturales, utilizan las bajas
temperaturas como aliadas a su belleza, luciendo soberbias y sofisticadas
debajo de trapos fantásticos, que bien saben perdonar cualquier desperfecto en
la percha. El frío, en vez de
acovacharlas, las motiva y les otorga una vitalidad envidiable, que las anima a
hacer mil cosas, asistir a todos los eventos, prenderse a todos los programas y
participar en mil proyectos, sin importar si son o no nocturnos o al aire
libre. Aman tanto el fresquete que
si el invierno de su lugar les queda chico, se trasladan a donde haya nieve,
donde se sienten la perfección de la creación, por su habilidad natural para el
esquí, por lo lindas que se ponen a temperatura polar, y por lo cómodas que se
sienten esos meses . Por el contrario, con los calores se guardan un poco, hasta
que el ecosistema les vuelva a ser amable.
Por
otra parte, están las amigas del verano. Son generalmente flacas, dueñas de
cuerpos proporcionados, que esperan que llegue el primer soplo de calor, para
sacarse todo y quedarse en tanga y nutrirse de sol, al que parecieran adorar
como incas. El taciturno humor con el que sobrevivieron durante el invierno,
preferentemente al lado de un calefactor, les cambias de repente: se les
sonrojan las mejillas, vuelven a escuchar música, no se enferman de nada por
unos meses y hasta el pelo se les aclara con el dorado del sol, pareciendo
todas candidatas al casting para ser protagonistas de la remake de “La laguna
azul”. Su color durante los tres meses de verano, y los dos antes y dos
después, será negro catunga, sin presentar su piel sarpullidos, arrugas o
manchas. Están siempre dispuestas para cualquier programa acuático, sea mar,
río, pileta o manguera. Mientras
que para cualquier chica normal sumarse a alguna de estas actividades requiera
un mínimo de preparación, como organizar un bolso, elegir la malla que te
favorece, depilarse o calcular el factor de protección adecuado, las veraniegas
tienen la habilidad de estar siempre listas. Están siempre lampiñas como
anfibio, sin mas accesorio que con un par de anteojos chetísimo que llevan todo
el tiempo y les queda de revista, y su traje de baño, que pareciera llevan en
el bolsillo, cosa de no perder tiempo ni oportunidad. Hasta una llega a
sospechar que no menstrúan, porque nada es impedimento para una zambullidita,
ni muestran nunca signo alguno de incomodidad, aunque vistan de bikini con
bombacha hilo dental 16 hs al día toda la temporada. Aman el deporte al aire
libre, y cuando todos andan sofocados, a ella le parece ideal el clima para
salir a correr; además, su adaptación a las altas temperaturas está tan desarrollada,
que jamás la verás transpirar.
En
el medio, están las huérfanas de temporada: ese grupo de mujeres ajenas al
beneficio de uno u otro clima, que viven en un limbo bisagra, siendo
fagocitadas por los opuestos: mientras que el frío las petrifica, el calor las
achicharra.
En
invierno, andan guardadas, congeladas, como si el frío les chupara la vida y
anduvieran siempre con el último suspiro. De abril a septiembre las encontrarás
al lado de un calefactor, artefacto del que se despegan para darse un baño de
vapor o para poner agua hervir. Prefieren guardarse, abrigarse, encerrarse,
para proteger el último soplo de vida que les queda, mientras ingieren calorías
de a miles para no apagar lo poco de chispa que sienten en su interior. En
verano, andan acaloradas como volcán, en constante ebullición, agitadas,
malhumoradas, húmedas por fuera y secas por dentro, con la sensación constante
de andar caminando por algún desierto africano. Las piernas se les hinchan como
tampón mojado y su sudor le da guerra a los efectos de cualquier desodorante.
Pasan del blanco cadavérico al rojo camarón apenas las pesca el sol, para
putear toda la noche con ampollas, que luego se reventarán, su piel se
despelechará, y por las consecuentes manchas, su piel parecerá un logrado
cuadro abstracto. Irremediablemente, el bigote se les marca como un tatuaje, usen o no protector, lo que se
convierte en una marca reconocible de este síndrome.
El
irse (lejos) de vacaciones
Alcanzar
rumbos lejanos para poder relajarse de diferentes manera se ha convertido en el
sinónimo universal de descanso. Ya
sea echándose panza arriba en la costa de algún río, lago, mar, sierra o campo,
esquiando hasta el congelamiento en algún centro de deportes de invierno o
recorriendo y conociendo las variadas propuestas de alguna gran ciudad o el
peculiar encanto de algún pequeño pueblo, pareciera que para descansar hay que
trasladarse. La creencia popular sostiene que mientras más lejos te vas, más te
desenchufás. Así, los lugareños de la playa se van a las sierras, los de las
sierras al mar, los del frío al calor, y viceversa.
¿Por
qué necesitaremos irnos a la mierda, a donde sea, remotos de los lugares,
tareas, caras y cosas cotidianas para poder sentir que finalmente vamos a poder
descansar? ¿Por qué creeremos que
mientras más lejanamente uno puede mover su humanidad, más afortunado se es?
Con
este objetivo, el alejarse a la loma del culo, invertimos aguinaldo y algo más,
para trasladar nuestro cuerpo y el de nuestra compañía todos los kilómetros que
nos de el cuero, y asentarnos en algún destino vacacional. Algunos optan por ir
a donde no va nadie, y hacer un corte real con todo el entorno, como escapando
del mundo. Otros, hacen el mismo esfuerzo en el traslado, pero terminan
ubicándose en un destino lleno de comprovincianos, especialmente si vacacionamos
en nuestro país, Uruguay o Brasil. A los argentinos nos fascina eso de agruparnos por provincias
a donde quiera que vayamos, reconocernos y que nos vean que allí estamos, tan
lejos como ellos, tan haciéndonos los que queremos desenchufarnos de lo
nuestro, aunque charlar con el vecino de tu cuadra al que no le dirigís la
palabra en todo el año sea de repente irresistible cuando te lo encontrás a mil
kilometros. Así nos ingeniamos para armar delimitaciones culturales varias,
ocupando y denominando una playa en particular como “la playa de los cordobeses”, el “hotel de los salteños”, o
“el boliche de los porteños”. Aunque muchos lo nieguen, nos encanta andar en
barra, como si no nos cansara ver la misma gente y escuchar la misma tonada
todo el año. Vas a un restaurant y te encontrás con cinco amiguitos de tus
hijos y sus familias dando vueltas, vas al boliche y es como estar un viernes
en el antrito cerca de tu casa. Si hay problemas, los cordobeses dicen que es
por culpa de los porteños que se la creen siempre sin importar a donde están,
los mendocinos se la tiran contra los rosarinos por chamuyeros, y así, en una
guerra sin fin, cada provinciano se aliará a su hermano, porque para un
cordobés nada mejor que otro cordobés, y así igual lo piensan los oriundos de
las otras 22 provincias.
Estas
rivalidades sonsas entre los argentinos son de repente maduradas, como por arte
de magia, cuando viajamos al exterior y nos unimos en un patriotismo absoluto,
mostrándonos al mundo más unidos que las tortugas ninjas. Así, estemos en una
ciudad cosmopolita o en la jungla africana, nos emociona encontrarnos con un
argentino, y aunque no seamos de los extremistas que usan la camisa de fútbol
de Argentina todo lo que dure el viaje, trataremos de que algún modo otro
argentino nos reconozca como par. El argentino tipo ve una “Parrilla Argentina”
en cualquier lugar del mundo y va a comerse un asadito orgulloso, aunque
después saldrá diciendo que estuvo rico, pero que no hay carne como la nuestra
en ningún lado. Como regla, nos comportamos mejor afuera del país que adentro,
salvo cuando algún borrachín se siente herido en su orgullo, futbolero sobre
todo, y si tiene apoyo de otros borrachines tan sonsos, tan argentinos y tan
borrachos con él, se enfrentarán a toda horda que se les anime, como si
estuvieran jugando por la copa de un mundial y ellos fueran los protagonistas.
El
cansancio vacacional
Se
sostiene que la vacación es el escenario del descanso, pero cada uno de
nosotros tenemos ejemplos para demostrar lo contrario. Según la etapa de la
vida, o por la joda, o por el trabajo que dan los chicos o por el hecho de
tener que ocuparse de los quehaceres domésticos, hay veces que en pleno receso anhelamos la vuelta de la
rutina, porque ya no damos más de tanto desgaste.
Cuando
las vacaciones son con amigos y hay juventud, garantizado que volvés, después
de un viaje estilo Bariloche, al borde del agotamiento físico y con 5 kilos de
menos, porque cuando se es adolescente, nada importa más que salir de caravana,
así uno no duerma, no coma ni se bañe.
A
medida que uno crece, y las obligaciones en el año se hacen más pesadas, elegís
irte a la playa con una amiga , en plan vida sana, con mucho dormir, comer equilibrado
y mantenerse ajena a los vicios. Muy probablemente si vas con la idea de quemar
en el boliche los cartuchos que te quedan, seguro el lugar y la gente son un
moco. Pero basta que optes por la opción tranca, que cuando llegás te encontrás con un Walt Disney World para el
público de tu edad. Terminás acostándote todos los días a la hora en que las
familias empiezan a colonizar la playa, te levantás a la hora de tomar el té,
te hacés un suculento desayuno/almuerzo/cena cuando cae el sol, como antesala a
una previa de alcohol de todos los colores, para volver a salir. Volvés
habiendo dormido menos que todo el año, más cansada que nunca, blanca hoja, con
tres kilos de más, pero feliz y contenta por todo lo bailado.
Cuando
se tienen hijos, las vacaciones suelen convertirse algunos años en un martirio.
Mientras el mundo entero goza a tu lado, una anda todo el día metida en la
carpa teta afuera dando de mamar al bebé lactante, poniendo protector y loción
antimosquitos a la de dos años y cuidando que el de cuatro no se escape siempre
a riesgo de perderse en el tumulto de gente. Todo el orden por el que te
esforzaste en el año se esfuma, y tus hijos comen cualquier cosa, duermen a
cualquier hora y hacen lo que se les canta, porque perdés el control riguroso que
las exigencias y los horarios diarios te facilitaban, por lo que sabés que a
esos días de descontrol te siguen el doble de días para reordenamiento e
instrucción casi militar para volver a resetear cuestiones mínimas de la
convivencia. Al caos tu marido le suma el estar feliz y entusiasmado con la
parillita del complejo, y te sorprende todos los días con invitados nuevos,
algunos que no ves desde tu casamiento, pero que a él le parece menester
invitar de manera urgente, aunque se los haya cruzado de casualidad en la playa
y vos por supuesto no los hayas ni reconocido. Mientras tanto, los platos se ensucian, la heladera se
vacía, la ropa se mancha, y el departamento se desordena, y vos teniendo que
resolver todas esas cuestiones sin la ayuda de nadie, porque están todos
ocupados descansando, encima con las pocas comodidades que ofrece una casa
alquilada, siempre inferior a lo que uno encuentra en la propia. A nadie nunca
extrañaste más que a tu empleada durante esos días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario